Como tercera entrada de esta pequeña serie (ver dos posts anteriores de octubre y noviembre, y en el futuro habrá más), me fijo ahora en cinco términos que se utilizan con insistencia en los últimos tiempos y que merecen atención por diferentes motivos relacionados con su uso: sentidos equívocos, desvíos de significado, amplitud semántica inadecuada y uso comodín.
Vayamos al asunto.
Humanitario
Se supone que este adjetivo hace referencia a lo que es positivo, bueno, benéfico, caritativo, curativo… para el género humano. Pero no. Ahora humanitario es cualquier asunto que haga referencia al homo sapiens, como si el adjetivo humano no fuera ya suficientemente humano. Las catástrofes (tsunamis, terremotos, riadas, inundaciones, huracanes…) son humanitarias. Las migraciones tras conflictos armados también son humanitarias (benditos sean los pogromos). Y las matanzas, pues eso, humanitarias (seguro que en eso Hitler, Stalin y Pol Pot estarían de acuerdo). Más sencillo sería decir que a una catástrofe humana ha respondido la población con una serie de medidas humanitarias (alimentos, mantas, medicinas, dinero, organización de colectas y maratones benéficos, alojamiento, apoyo…). ¿Fácil, no?
Tolerancia
Aquí me tengo necesariamente que pelear un poco con la amplitud o variedad semántica que nos da la RAE. Tolerar es, básicamente —aspectos químicos y médicos y licencias religiosas de raíz antigua al margen—, no mostrar rechazo explícito o combativo, aunque no gusten, a ciertas ideas, creencias, prácticas o acciones que son o se tienen por ilícitas, ilegales o inadecuadas. La Academia lo amplía a las que son solo diferentes o contrarias a las propias, pero para mí, aquí, la RAE no está del todo acertada, porque en tal caso la tolerancia no diferiría en nada del simple respeto.
Para que esta última acepción sea afín al significado de tolerar, esa diferencia o contrariedad debería ser relevante (algo que el diccionario no dice), suponer para nosotros una trasgresión clara de lo aceptable y, a pesar de ello, no activar nuestro rechazo explícito, sino solo una actitud de respeto pasivo, es decir, de manga ancha. Eso es precisamente la tolerancia.
Para que toleremos algo es preciso que antes lo rechacemos, sea esta oposición más o menos intensa, y sea manifestada o solo pensada. ¿Sería correcto decir que en una sociedad civilizada europea toleramos a los negros, a los musulmanes, a los homosexuales…? Me da que en un mundo que se tenga por humanamente evolucionado esas condiciones de raza, religión y orientación sexual deben ser perfectamente respetables, y no hay respecto de ellas nada que tolerar, porque no hay nada de origen que sea ya admisible rechazar. En un mundo civilizado, sentir más atracción sexual por los hombres o por las mujeres es como preferir Beethoven a Mozart, Mahler a Wagner o el neoclásico al barroco. Ser musulmán, presbiteriano o católico es (trascendencia al margen) como ser alto o bajo, rubio o moreno, con ojos azules o marrones, o hincha del Chelsea, del Bayern, de la Juve, de Boca o River o del Canon Yaoundé.
Sí podríamos considerar tolerancia que alguien aceptara a regañadientes (sin compartirla) la costumbre de una persona de bendecir la mesa con liturgia de una religión ante comensales de diversos credos, porque podría discutirse la oportunidad y el formato; o el recurso reiterado de ciertas personas a contar chistes (muchas veces repetidos) en ráfagas en las cenas o a narrar sus viajes con tediosos detalles acaparando el momento y dejando en outside al resto de los presentes (uno de los hábitos de moda en la actualidad); o la actitud de no admitir preguntas en ruedas de prensa que muestran algunos políticos sin que los periodistas, murmuraciones al margen, lo dejen plantado; o el que alguien acepte que un amigo o familiar siempre llegue tarde a las citas o encuentros sin montarle la de Dios es Cristo por ello; o la aceptación resignada de que la persona con la que estás compartiendo una comida o cena esté continuamente consultando su móvil (no vaya a sufrir un ataque de delirium tremens celular si se le interrumpe).
Eso sí: quien realmente crea que la orientación homosexual no es positiva o que los musulmanes son ínfieles, o se sienta a disgusto por tener muchos extranjeros en su barrio, será tolerante si a pesar de ello lo acepta, aunque sea resignadamente, sin rechazo explícito. La tolerancia siempre es una flexibilidad que entierra o encierra un prejuicio o una opinión contraria, y no solo la aceptación de una diferencia constatada. Sin el prejuicio que haya dictado sentencia en contra, sin opinión negativa previa, por muchas diferencias constatables de perfil o actuación que haya, solo puede haber respeto o como mucho indiferencia, pero nunca tolerancia.
La RAE lo define perfectamente, pero solo en una de sus entradas: Tolerar es permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente. La Academia es brillante y concisa cuando se lo propone, pero a veces me parece que peca de cierta… tolerancia semántica para hacerle la ola al uso callejero que es tendencia, poniéndose más en el papel de institución descriptiva que normativa y contribuyendo al robo de significados a unas palabras para regalárselos a otras, diluyendo así la elegante diversidad de la terminología. Una RAE simplemente notarial no cumpliría, en mi opinión, su cometido. Y yo, por supuesto, como la respeto y sé que está llena de gente más sabia que yo, pues en estos casos… la tolero, sin vilipendiarla, aunque no comparta algunas de sus posiciones ni use los términos para aquellos significados que no me convencen. Pero en esta definición (una de las cinco acepciones que incluye en su diccionario) ha estado sublime.
La tolerancia no puede ser considerada en sí misma un valor positivo, como ocurre actualmente de modo generalizado en esta era de buenismo y emocionalismo que nos invade, ni, como se lee por algún sitio, es el arte de la convivencia con los demás o el modo de ser feliz en compañía. Según frente a qué, ser intolerante puede ser mucho más virtuoso, mientras que ante lo respetable, especialmente si se trata de algo positivo, no cabe tolerancia ni intolerancia alguna.
Sinceramente, yo me considero una persona intolerante: con los asesinos, los terroristas, las bandas callejeras violentas, los concejales corruptos, los conductores borrachos que pisan a fondo el acelerador, los okupas, los maltratadores, los plagiadores, los piratas de internet, los que tienen como costumbre comerle la moral a la gente sin motivo… En cambio, soy tolerante con quienes cuentan chistes malos de manera compulsiva, o acaparan comidas y cenas con crónicas inacabables sobre sus viajes y peripecias vitales y luego no escuchan ni cinco minutos cuando no hablan ellos, o no se acuerdan nunca de lo que ya te contaron o de lo que tú les contaste porque te borran siempre de su mente al día siguiente, o te interrumpen cualquier conversación para hablar por el móvil que urgencia que lo justifique, o no contestan nunca los correos importantes y luego se quejan de que uno tarde un día en responder los suyos.., faltas todas ellas veniales que no tienen por qué empañar sus otras virtudes, conocidas o presuntas. Aunque solo sea porque me gustaría que me toleraran también mis defectos leves, otros, que los tengo, como todo el mundo.
Y no, no soy tolerante con los negros, árabes, chinos, rumanos y sudamericanos, aunque no sean ricos ni catedráticos de macroeconomía, ya que no hay nada que tolerar: estoy encantado de que vivan en nuestro país, de que tengan pieles y cabellos de colores y texturas diferentes, hablen otras lenguas, tengan otros acentos, sigan a otros equipos deportivos y gasten estilos sociales y comunicativos distintos (salvo, obviamente, que sean concejales corruptos, plagien textos ajenos, okupen edificios ajenos o le den fuerte al pedal con varias copas de más).
Fascista
Estrictamente, solo ha sido fascista Benito Mussolini, sus fasci di combattimento (en sus diversas mutaciones), sus camisas negras y los demás seguidores activos. Y, por extensión, podemos considerar del similar color y pelaje a algún movimiento como el falangista español, el nazi alemán o el de los ustachi croatas, aunque últimamente parece que hay movidas que apuntan maneras sin siquiera salir del continente .
El fascismo italiano es un movimiento claramente de raíz izquierdista, nacido de una mezcolanza de anarquistas, comunistas, sindicalistas, nacionalistas y pensadores futuristas, con un programa basado en la conquista de derechos sociales obreros, el intervencionismo económico y las nacionalizaciones. Explicar por qué se considera actualmente el fascismo como una denominación asociable a movimientos de derecha, o el motivo del que el nazismo sea considerado igualmente de derechas cuanto fue furibundamente antiliberal y anticatólico, daría para un larga, complicada e interesante disertación que no corresponde a este blog, por lo que me la salto.
Aunque no entremos en esas disquisiciones, sí debemos constatar que actualmente se asocia el término fascismo a todo tipo de movimientos totalitarios que no son de ultraizquierda y rechazan la entrada de extranjeros de ciertos países en sus territorios (es decir, se caracterizan por su xenofobia, palabra cuyo uso comento más adelante). El fascismo se identifica así, sobre todo, con el totalitarismo de ultraderecha, quizá porque el de ultraizquierda ya tiene otras posibles denominaciones más o menos personalizadas: comunista, bolchevique, maoísta, leninista, estalinista, anarcosindicalista, antisistema…
La RAE hace muy bien en primar el componente histórico italiano del término fascista y no asociarlo a la derecha, sino al nacionalismo, aunque se quede corto en su caracterización (solo alude al nacionalismo y al corporativismo). También extiende el fascismo a movimientos políticos similares surgidos en otros países, en una acepción muy genérica que, como virtud, permite englobar concepciones diferentes, aunque no encauza su significado. Asimismo, vincula el término a la simple actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo, con lo que delega en la sociedad decir qué es o no ser fascista. En resumen, la Academia, normativamente, no nos guía apenas sobre cómo debemos usar este término y calificativo.
Aunque en el habla convencional, en el día a día, se suele practicar una cierta manga ancha semántica—así actuamos los castellanohablantes, y yo me alegro mucho de ello—, ello no nos debería llevar a aceptar que fascismo sea un término válido para, como es costumbre, espetárselo a cualquiera al que queramos tildar de autoritario, prepotente, dominante, estricto, intolerante, antipático, xenófobo, populista, derechista, conservador o simplemente deseoso de una regulación para los movimientos migratorios, aunque sea alguien escrupulosamente democrático y no del todo nacionalista, por más que su actitud o su estilo comunicativo sean groseros y no nos gusten.
Si convenimos que fascista es actualmente todo individuo o movimiento totalitario, preferentemente de derechas (con todo lo discutible que es este criterio, histórica y políticamente), pues vale, lo aceptamos, pero en tal caso no deberíamos utilizar esta expresión cuando se tercien otros calificativos que ya tienen términos opcionales. Si todo es fascismo, nada es fascismo, como, refiriéndose al arte, decía un prolífico artista, diseñador y escritor italiano en el pasado siglo.
En mi opinión, el término, en su sentido genérico y figurado actual (liberado de la precisión histórica), debería limitarse a las organizaciones políticas que nos den miedo evocando física o espiritualmente a quienes se apoyaban en camisas negras, pardas, azules o de otro color, a quienes en la primera mitad del siglo XX recurrían a guardias pretorianas o movimientos callejeros para aplastar violentamente la disidencia y el pensamiento opuesto, organizados de modo muy jerárquico o pseudomilitar (nazis, fascistas, falangistas, pistoleros de izquierdas, de derechas o de híbridos populistas, masas sindicalistas enfervorizadas…), y a cualquier personal mínimamente organizado que muestre ánimo gregario linchador. Los que entran en librerías a empujones, impiden actos universitarios a gritos, practican el escrache personal o familiar o revientan manifestaciones pacíficas de toda índole destrozando el mobiliario urbano, y los que mandan o incitan a quienes así actúan, esos son los nuevos fascistas.
Racista
En este caso, cualquier argumentación se enfrenta al riesgo de ser políticamente incorrecta en estos tiempos que corren, porque se trata de un término nitroglicerínico: si lo agitas, explota. Por eso, seré cuidadoso y muy conciso.
Un racista es quien siente rechazo o incluso odio por quien es de otra raza —o, por extensión, pertenece a otra etnia—, sea este catedrático de macroeconomía, taxista, mantero, delantero centro con galones (o balones de oro), trapicheador en el mercado negro, repartidor de gas butano o jeque o jerife de algún emirato, y sea cual sea su país de origen (incluso si lo es el propio), nacionalidad, vecindad y entorno. Si a alguien no le gustan ni los negros ni los asiáticos ni los sudamericanos, así, en general, entonces es racista. Pero si ese alguien tiene miedo de un negro, chino o sudamericano concreto del que no se fía por su aspecto (como pasaría si se tratara de un blanco de similares pintas), pero le cae de maravilla un vecino igualmente negro, chino o latino al que considera simpático y fiable, entonces será miedoso, desconfiado, estricto, restrictivo, insociable o lo que sea, pero no es un racista.
Xenófobo
¿Qué ocurre, por su parte, si a alguien le inquieta que haya muchos extranjeros en su país, o que entren muchos refugiados o emigrantes de otras naciones porque luego, argumenta, no hay trabajo para todos y puede aumentar la delincuencia y la marginalidad? En este caso, esa persona seria probablemente un xenófobo, que no es lo mismo que un racista. Pero ese término también tiene sus fronteras, que merece la pena comentar.
Este país se inunda de italianos, franceses, británicos, alemanes, estadounidenses… todos los años, con riadas turísticas que le proporcionan buena parte de su producto interior bruto. Si eso no molesta, pero sí el que aparezcan turistas de Colombia, Nigeria, Marruecos, Rusia, China…, entonces la xenofobia está clara, e incluso podría haber racismo. Si estos otros orígenes incomodan, pero no si se trata de jeques árabes, millonarios rusos, finos estilistas del balón brasileños o argentinos, informáticos asiáticos o empresarios latinos, en tal caso no habría ni racismo ni xenofobia, sino solo clasismo. Y si a alguien le parece bien que el país se llene de extranjeros, pero teme a los que se dediquen a la delincuencia, entonces no habrá racismo, ni xenofobia, ni clasismo: solo miedo, siempre que se tenga el mismo al lumpen de fabricación nacional.
No es xenófobo quien cree que no debería haber fronteras, pero tampoco quien piensa que los flujos migratorios deben regularse, especialmente cuando se trata de países socialmente garantistas, ya que el presupuesto no es ilimitado y debe gestionarse con prudencia. Y tampoco es xenófobo, ni racista, quien teme que un familiar (del sexo femenino) emparente con alguien (del sexo masculino) de algún grupo étnico o país por temer los efectos de un fuerte machismo cultural o su tolerancia a prácticas odiosas (como la ablación), si cede en su temor al constatar que esa persona no piensa ni actúa así, ya que estaríamos en tal caso ante una mera reticencia, un prejuicio más o menos justificado —en algunos casos lo estaría— pero vencible. Asimismo, si alguien es desconfiado respecto a los que no conoce, será cauto, suspicaz, incluso inicialmente poco sociable, pero nada más.
El racismo y la xenofobia no son miedos, ni clasismos, ni prejuicios que pueden vencerse, ni desconfianzas iniciales (aunque a veces muestren, entre otros, signos parecidos o tengan algunos de estos criterios como componentes), ni reticencias a costumbres no aceptadas o consideradas no aceptables: son dos tipos de concepciones de rechazo ideológicas instaladas en la mentalidad de algunas personas: una se dirige sin fisuras contra otras razas y etnias; la otra, contra los extranjeros, sea de modo generalizado o seleccionando ciertos orígenes, pero sin que intervenga como elemento disparador la diferenciación económica, social, psicológica o cultural (por clases, estilos, actitudes o intelectos). Extendiendo el sentido de estos términos a todo aquel que muestra temores, prejuicios, reticencias o preferencias…, sean o no comprensibles, o utilizándolos como sinónimos, les hacemos perder su potente, feroz sentido.
He prescindido aquí de otro matiz, sobre el sentido de la partícula fobia, que quizá cuestionaría incluso lo que acabo de decir por adolecer de cierta falta de precisión, no en vano una fobia es sobre todo un miedo y no necesariamente ha de suponer odio o rechazo intelectual. Pero como eso nos llevaría a otra dimensión más compleja, lo dejo para darle unas cuantas vueltas más en la sartén en una futura entrada.
En el siguiente post, dedicado a cuatro palabras que están mostrándose socialmente acaparadoras en cuanto a su significado, termina, por el momento, esta primera serie sobre usos sociales terminológicos.